Las raíces estructurales del hambre, las crisis alimentarias y los desórdenes

James Petras
Rebelión
Traducido para Rebelión por Mar Rodríguez
30/04/08

«Los países pobres del mundo gastarán unos 38 700 millones de dólares en importación de cereales este año, el doble de la cantidad que pagaron hace dos años por las mismas cantidades y un 57 % de aumento en relación con 2007.» Cita del senador estadounidense Byron Dorgan en la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) Financial Times, 21 de abril de 2008 p.19.


Estos últimos días, todos los bancos internacionales importantes (el FMI, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco de Desarrollo Asiático, etc.), todos los periódicos y los medios de comunicación financieros importantes se han visto obligados a reconocer que está teniendo lugar una crisis alimentaria importante, que cientos de millones de personas están abocados al hambre, la desnutrición y a la muerte por inanición. Se han realizado llamadas a conferencias mundiales, se han declarado emergencias nacionales a raíz de los desórdenes provocados por millones de personas en casi cincuenta países que han amenazado con desbancar sus regímenes políticos y han aumentado las tensiones sociales incluso en los países más dinámicos y con mayor crecimiento, como China o la India. Incluso en los países imperialistas de América del Norte y Europa, la combinación de la escalada en los precios de los alimentos y el estancamiento de los salarios, las expulsiones de sus hogares y los pagos de las deudas amenazan a los regímenes en ejercicio y aumentan las presiones sobre todos los gobiernos para tomar acciones urgentes.

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Las respuestas de las élites se prevén inadecuadas y sus explicaciones de la crisis van desde la inadecuación, el interés propio hasta la estupidez. El Banco Mundial repite la petición de ayuda de alimentos para emergencias y subsidios por valor de varios cientos de millones de dólares para los «más necesitados», es decir, para aquellos países en los que se han producido disturbios importantes a causa de los alimentos, con saqueos a los distribuidores privados de alimentos, los puntos de venta al por mayor y al por menor, y amenazas o desbancamiento de los regímenes de libre mercado que han sido los alumnos modelo que han seguido las políticas del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional.

Los autoproclamados expertos económicos, según lo previsto, se evalúan a sí mismos e intentan evadir el fracaso de sus recetas anteriores. Todos los académicos y consejeros políticos conservadores, liberales y progresistas echan la culpa a «China, por comer demasiada carne» (profesor Paul Krugman, de la Universidad de Princeton y columnista del New York Times), al «crecimiento de la demanda», a «la inflación»... Los progresistas señalan la desviación de la producción hacia los biocombustibles como el «biodiésel», la falta de planificación de los gobiernos y la distorsión de las prioridades.

El aumento de la ayuda alimentaria tiene solamente un impacto transitorio, en regiones limitadas, sobre una fracción de la población afectada. Culpar al crecimiento de la demanda obviamente exige preguntarse por la «falta de suministro» y las características estructurales (posesión de tierra, pautas de propiedad, búsqueda de rentabilidad y relaciones entre clase y estado) que le dan forma. De igual importancia es el hecho de que, incluso en aquellos lugares en los que hay alimentos que llegan al mercado, los precios de esos alimentos están fuera del alcance de la mayoría de trabajadores rurales y urbanos, campesinos y personas sin empleo. Los que critican desde el punto de vista de la oferta y la demanda omiten un análisis de clase de los «productores» que determinan el sistema de precios (según su poder oligopólico del mercado y sus criterios para obtención de beneficios) y los consumidores (trabajadores informales y formales con salarios bajos, cuyos ingresos van en declive). Los granjeros capitalistas se encuentran en una posición adecuada para proteger e incluso aumentar sus beneficios trasladando sus costes añadidos por insumos al poder de mercado más débil de los consumidores, ayudados e instigados por los regímenes políticos neoliberales del libre mercado.

Los progresistas que echan la culpa de la crisis a los biocombustibles (el aumento de los precios se debe al desvío de los granos y el uso de la tierra hacia la producción de combustible) no responden a las preguntas estructurales más elementales: ¿Qué clases llegaron al poder estatal y dieron forma a las políticas económicas y permitieron que se produjera este «desvío»? Los grandes préstamos privados y estatales de los años 70 debidos a la disponibilidad de préstamos baratos llevaron al crecimiento del endeudamiento. Los bancos privados, empresas y fabricantes, promotores inmobiliarios endeudados, endilgaron, gracias a sus influencias poderosas y relaciones directas con el estado, sus deudas privadas al Estado y, en último término, a los contribuyentes, un fenómeno que se describió más tarde como «socialización de la deuda privada» o «pago de la fianza al sector privado».

El Estado se vio enfrentado a obligaciones de deudas cada vez mayores (la llamada «crisis de la deuda»), acudió al FMI y al Banco Mundial para obtener préstamos y, lo que es más importante, para obtener su certificado para préstamos enormes de los bancos comerciales. El FMI y el Banco Mundial exigieron cambios estructurales fundamentales del Estado para conceder los préstamos, y estos préstamos con condiciones implicaban una completa transformación en las políticas de inversión, comercio, consumo e ingresos que tuvieron un efecto importante sobre la estructura de clases y la composición de la clase dominante.

Los préstamos internacionales, tanto oficiales como comerciales, y los cambios estructurales que los acompañan, resultaron en la eliminación de las barreras comerciales protectoras en la agricultura y la fabricación. Como resultado se produjo una entrada masiva de bienes agrícola subvencionados de los Estados Unidos y de la Unión Europea, que destruyeron a los agricultores con granjas familiares de pequeño y mediano tamaño que producían alimentos básicos. La bancarrota de los productores de alimentos resultó en desplazamientos masivos de granjeros y trabajadores agrícolas a las ciudades y en la concentración de la tierra en las manos de propietarios de plantaciones comerciales agrícolas que se concentraron en la producción de cultivos para la exportación.

Las exigencias del FMI y del Banco Mundial incluían la reasignación de los créditos, préstamos y asistencia técnica gubernamentales para los grandes exportadores agrícolas en bienes únicos porque ellos eran los que obtenían las divisas fuertes necesarias para devolver los créditos y enviar beneficios a los accionistas, ejecutivos y propietarios de las empresas multinacionales.

El FMI y el Banco Mundial aceptaron negociar la refinanciación de los pagos de intereses y capital pendientes de los estados deudores a condición de que privatizaran y desnacionalizaran todas las empresas estatales monopolio y lucrativas. La privatización y la desnacionalización resultaron en compras extranjeras a gran escala de amplias parcelas de fértiles tierras agrícolas y en la producción y exportación de grano por parte de los oligarcas nacionales e inversores extranjeros.

El conjunto de estas políticas que eliminaron las barreras al libre comercio, promovieron la privatización y la desnacionalización, la amplia penetración de los sectores de mercado y producción y el aumento del énfasis de la intervención estatal en apoyo de la actividad económica de intercambio extranjero orientada a la exportación, recibió el nombre de «neoliberalismo», un modelo que combinaba unas políticas socioeconómicas dirigidas y reguladas por el estado con el objetivo de aumentar la función y el poder de las élites extranjeras y nacionales a favor de la especialización de los mercados mundiales.

El ascenso de esta nueva configuración del poder durante los años 80 y 90 dictó las decisiones políticas y económicas clave en relación con las inversiones (sus asignaciones, sectores y subsectores), además de los mercados (internos y externos), productos (alimentos, combustibles, productos básicos) y precios (carteles oligopolísticos). El principio básico que guía a las clases dirigentes nacionales y extranjeras era la especialización en actividades complementarias en la economía mundial (lo que los economistas ortodoxos denominan «especialización basada en las ventajas comparativas»). La integración de las clases dominantes extranjeras y locales resultaba lucrativa y se apoyaban la una en la otra: el capital privado y los bienes de consumo fluían por sus circuitos financieros y de bienes de consumo internacionales.

Las consecuencias a medio plazo y a gran escala de esta nueva configuración del poder para la agricultura y la producción de alimentos se manifestaron en apenas algo más de una década. En la segunda mitad de la primera década del siglo XXI estalló una crisis agrícola sin precedentes: la influencia del sector de exportación agrícola de la clase dominante y la puesta en práctica de sus políticas en favor del «libre mercado» resultaron en el final del control sobre los precios y en su ascensión meteórica. Los precios reflejaron las relaciones sociales de producción y distribución: la dominación de los terrenos y las inversiones por los grandes agricultores capitalistas dio forma a los precios del «suministro» y al por mayor; los gigantes proveedores comerciales mundiales («los supermercados») fijan los precios para el consumidor directo. Se produjo «competencia» entre los productores y los distribuidores oligopólicos para ver quién podía hacerse con los precios más altos y los mayores beneficios.

Los exportadores agrícolas de la clase dominante terminaron con los subsidios para los agricultores productores de alimentos a nivel familiar y aumentaron los subsidios para la exportación para los productores de productos básicos esenciales. Los agricultores familiares se vieron en la bancarrota y sus tierras las compraron especuladores inmobiliarios (promotores autoproclamados) para usos comerciales, pistas de golf, complejos turísticos, comunidades de lujo con vallas de separación y bienes básicos para la exportación; los arrozales se convirtieron en clubes de campo; los precios del maíz y el trigo se doblaron en los diez meses que iban desde septiembre de 2007 y julio de 2008. Los beneficios engrosaron la cuenta de resultados de Cargill ( Financial Times , 15 de abril de 2008, p 21): los beneficios trimestrales aumentaron en un 86 % hasta alcanzar los 1030 millones de dólares durante el tercer trimestre que terminó el 29 de febrero de 2008. No fue sólo un caso, como dirían los ortodoxos, de aumento de la «demanda», sino del hecho de que cientos de miles de millones de dinero de los especuladores fluyeron a los mercados de bienes de consumo. En condiciones de mercados estrechamente controlados por los grandes negocios agrícolas, las reservas de grano bajaron a sus niveles mínimos en 35 años en relación a la demanda, principalmente porque los grandes agrocapitalistas quisieron limitar el suministro de alimentos y aumentar la producción de combustible, al tiempo que derivaban capital para la especulación en productos básicos. Como resultado de la influencia de la norma de los gigantes agrocapitalistas y de sus políticas de inversión y uso de la tierra, los precios medios de los alimentos aumentaron en un 45 % entre julio de 2007 y abril de 2008 y se prevé que suban un 15 % más para julio.

Atemorizados más por las protestas masivas que desbancan regímenes clientes sumisos que por la hambruna generalizada y el aumento de la mortalidad de los pobres, los líderes capitalistas de todo el mundo se reunieron en Washington en la primavera de 2008. Se quejaron de los disturbios por los alimentos, lamentaron la «pérdida del progreso de una década (sic) en África» e incluso realizaron llamamientos a la «acción». Como era de esperar, se prometieron algunos cientos de millones de ayuda alimentaria de urgencia, lo cual destruirá los últimos bastiones de agricultores a pequeña escala que producen alimentos para los mercados locales. Los regímenes neoliberales de toda Asia se vieron obligados por el temor a bloquear las exportaciones de artículos alimenticios básicos para impedir que los disturbios alimentarios se convirtieran en insurrecciones masivas: los salarios van por detrás de los meteóricos precios de los alimentos. Los regímenes neoliberales de Indonesia, Egipto, la India, Vietnam, China y Camboya prohibieron las ventas de arroz extranjero ( Financial Times , 16 de abril de 2008, p. 1). No obstante, estos gestos proteccionistas y limosnas de alimentos han obtenido escasos efectos positivos en su país y han aumentado la escasez para los importadores de alimentos. Los futuros de maíz alcanzaron un valor récord de 6,16 USD por fanega entre enero y marzo de 2008, un aumento del 30 % y la prohibición de la exportación en Indonesia aumentó el precio del arroz en un 63 % durante los tres primeros meses del año 2008.

Ninguno de los líderes mundiales reunidos en Washington y «preocupados» por el hambre, la regresión y, lo principal, las revoluciones, propuso una reforma agraria: la redistribución de la tierra a los campesinos y agricultores para la producción de alimentos. Ninguno de los líderes propuso siquiera reformas tales como los controles de precios y beneficios y la reconversión del uso de la tierra para la producción agrícola. Ninguno de estos líderes propuso la ilegalización de la especulación en futuros de bienes básicos en las bolsas de todo el mundo. No es de extrañar que el FMI «prediga» que los precios de los alimentos continuarán aumentando hasta 2010.

Los precios de los combustibles no han bajado a pesar del aumento en miles de veces de la producción de etanol. Los precios del etanol (y de los combustibles) y de los alimentos han aumentado a pesar de la expansión de la producción porque es la misma configuración de monopolio del poder la que opera en ambos sectores.

El aumento de las diferencias entre salarios y precios es un empobrecimiento por causas estructurales. Las protestas masivas, tanto en los países imperialistas como en el tercer mundo, nacen de problemas básicos inmediatos, pero sus raíces se hunden en las estructuras profundas de la economía capitalista.

Sólo los prestigiosos economistas ortodoxos sin cerebro empleados por los bancos centrales continúan cotorreando sobre «inflación subyacente» e «inflación patente», como si los aumentos en el precio de los alimentos, los combustibles, la salud y la educación no resultaran centrales para la vida cotidiana de miles de millones de vidas. Lo peor: continúan sin comprender que una inflación galopante y unos salarios estancados son factores intrínsecos en las mismas estructuras de la economía y el estado capitalistas. Lo que es absolutamente claro es la bancarrota de la teoría de la especialización en productos de exportación a expensas de la seguridad alimentaria. Lo que era una exigencia de una minoría radical se encuentra ahora como prioridad máxima en la agenda de un movimiento de miles de millones de personas.

Las personas exigen un cambio radical de las desastrosas teorías derivadas de Friedman que preconizan la dependencia de unos mercados alimentarios mundiales monopolizados a una vuelta a las políticas revolucionarias de la autonomía alimentaria.

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