“Sí, lo hice… ¿y qué?”

Jonathan Lucero Córdova
El Telégrafo
17/10/08

La época que vivimos nos atraviesa de manera fugaz. Sea por la frenética velocidad con que discurre la información (sesgada o no) en la sociedad, o por el constante apremio en que nos insta a vivir nuestro capitalismo tardío, lo cierto es que los tiempos posmodernos resultan vertiginosos.

En medio de todo este vértigo, Slavoj Zizek, filósofo y psicoanalista esloveno, advierte un cambio en lo que se conoce popularmente como cinismo. El cinismo clásico, dice, es aquel en que la palabra tiene una importancia enorme, por lo que su fórmula implica realizar una actividad reprochable y luego negar la consumación de dicho acto. Por otro lado, el cinismo moderno no le atribuye valor alguno a la palabra, por lo que la nueva fórmula es “Sí, lo hice. ¿Y qué?”.

Esta precisión podría dar ciertos indicios sobre cómo se gestó el mecanismo que la periodista y catedrática Naomi Klein denomina la “Doctrina del Shock”, que consiste en aprovechar los momentos de crisis y desesperación en las sociedades, para implementar políticas económicas cuestionables, anti éticas y hasta criminales, sin despertar mayor resistencia entre los asustados ciudadanos.

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Resulta entonces que el miedo es el motor de la economía mundial. Al menos eso indica la facilidad con la que, ante la caída de Wall Street, se aprobó un salvataje de 700 mil millones de dólares, provenientes de los fondos públicos que los ciudadanos norteamericanos aportan con sus impuestos. El terror con que los medios cubrían la caída de la bolsa de Nueva York, produjo que a los estadounidenses no les importara que se paguen con su dinero las deudas privadas gestadas a base de irresponsabilidad y corrupción.

Todo eso no debería parecernos extraño. No es más que una hipérbole de lo sucedido con el feriado bancario ecuatoriano hace casi diez años. Conociendo aquellos episodios, uno no puede hacer otra cosa que preguntarse cómo el sistema capitalista es capaz de jactarse de la libertad de mercado y el respeto a las santificadas corporaciones, cuando pareciera ser requisito ineludible para la supervivencia del libre mercado, ser regado de vez en cuando con dinero proveniente de los bolsillos de los ciudadanos. Es decir, lo que se sostiene desde los espacios de poder, es un mercado insaciable que exige al Estado asaltar sistemáticamente a los consumidores que lo alimentan.

Mientras tanto, todos caminamos por las calles aterrorizados. Tememos al ladrón de esquina. Y nos quejamos, y pedimos a gritos un policía en cada cuadra. No reparamos en que los delincuentes más peligrosos, los que se quedan con todo, viven en otros espacios, desde los cuales una vez cometido el crimen, son capaces de mirar a sus víctimas y decir: “Sí, lo hice… ¿y qué?”. A nadie se le ocurre medir el impacto social y psicológico que un evento (y una respuesta) de esa naturaleza puede tener en los sujetos que conforman la sociedad, toda vez que queda en evidencia su real función de oprimidos en un sistema que busca que el único elemento libre en este juego, sea un mercado sin alma y sin rostro.

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