Venezuela: una democracia vital

Alfredo Toro Hardy
Rebelión
03/04/09

El proyecto nacional surgido a raíz de la caída de la última de las dictaduras venezolanas, la del General Marcos Pérez Jiménez en 1958, tuvo como característica esencial lo que bien puede denominarse como el “ethos del consenso”. El reconocido politólogo venezolano Juan Carlos Rey definía el mismo en los siguientes términos: “El sistema que fue instituido en Venezuela en 1958 tenía como objetivo central garantizar una democracia estable y viable, bajo un conjunto de reglas aceptadas por los principales factores políticos y sociales que permitiese que el nivel de conflicto fuese bajo y manejable, recompensándose así las acciones cooperativas y fortaleciendo los mecanismos de negociación, conciliación y transacción entre intereses divergentes” (Sobre la Democracia, Caracas, Editorial Ateneo de Caracas, 1979, p. 320 ). Ese proyecto nacional encontraría cabal expresión en un texto hecho a la medida: la Constitución de 1961.

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Este énfasios consensual resultó fundamental para garantizar el fortalecimiento de la democracia venezolana en su etapa inicial. Sin esta capacidad para reconciliar intereses divergentes bajo el marco de la negociación permanente, hubiese resultado imposible remontar los múltiples obstáculos que nuestra democracia debió afrontar en sus años iníciales. Sin embargo, demasiado consenso tiende a implicar incapacidad para definir un sentido de propósito claro. Y en Venezuela la búsqueda permanente de la concertación significó precisamente eso. El medio tendió a constituirse en fin a expensas de un sentido de dirección. Más significativo aún, como es el caso de todo mecanismo político dirigido a paralizar la divergencia, éste solo podía justificarse como una solución temporal. No obstante, el consenso fue asumido como un dogma político con vocación de permanencia, lo cual terminó distorsionando al juego político: la tensión dinámica presente en la sociedad fue mantenida bajo una camisa de fuerza.

Los dos grandes pilares de la democracia son la representación y la participación. El permanente acuerdo entre fuerzas políticas llamadas a expresar la diversidad de puntos de vista presentes en una sociedad, sólo puede alcanzarse mediante la sistemática manipulación del mandato popular y a través de la contención a la participación ciudadana. En otras palabras, el dogma consensual no sólo afectó la esencia de la representación sino que impidió el desarrollo natural de la participación.

Este control “desde arriba” del sistema político requería de la firme contención de las demandas de los diversos sectores organizados de la sociedad. Era necesario evitar que las bases de las organizaciones se salieran del control de su dirigencia. Esto, desde luego, comenzaba con los partidos mismos, dentro de los cuales imperaban rígidas fórmulas disciplinarias que castigaban cualquier forma de activismo no autorizado por los comités centrales. Simultáneamente se hacía indispensable inducir a la pasividad política ciudadana, como fórmula indispensable para disminuir los riesgos de un activismo social sin dirección.

Lo anterior sólo podía alcanzarse a expensas de abortar el surgimiento de una cultura cívica. La esencia del proyecto nacional surgido en 1958 fue así el de una democracia sin espíritu democrático. Ello resultaba tanto más inadmisible cuanto que Venezuela tenía tras de sí una larga tradición autoritaria. La mayor responsabilidad de los nuevos demócratas ha debido ser la de educar a los ciudadanos para la democracia, estimulando su sentido participativo y promoviendo un espíritu contralor que mantuviese a raya los excesos del poder establecido. Se prefirió, sin embargo, una democracia procedimental de fuerte sustrato autoritario.

El resultado de esa escogencia no pudo ser otro que el que fue: la apatía se instaló en la sociedad. Al inducirse a la pasividad colectiva, enmarcada dentro de un contexto paternalista y autoritario, se estaba invitando abiertamente a la indolencia. El consenso vino a transformarse así en expresión de una ciudadanía incapacitada para alcanzar su mayoría de edad.

Es precisamente a este estado de cosas a lo que se enfrentó Hugo Chávez. La suya fue una propuesta de cambio estructural de la sociedad que implicaba una transformación del proyecto nacional vigente y, por extensión, un proceso constituyente que permitiera substituir a la Constitución de 1961 por otra distinta.

La esencia de su planteamiento, plasmado en la Constitución de 1999 de la cual fue artífice, era la de promover la participación democrática a todos sus niveles. Ello implicaba hacer del ciudadano el eje central de una sociedad alerta, crítica y permanentemente movilizada en función de su propia superación. Implicaba una inversión de la dinámica presente al interior de la sociedad. En lugar de esperar que los impulsos políticos dentro de ésta proviniesen del vértice piramidal hacia abajo, debía propiciarse una ebullición en la base que mantuviese una presión continua sobre el vértice. De allí el nombre de Revolución asociado al proyecto. Ello, por definición, pasaba por el énfasis en un ciudadano consciente de sus derechos, pero también de sus deberes. Pasaba por el estímulo permanente a una cultura cívica y participativa. Pasaba por la promoción de una contraloría social en la cual los ciudadanos, organizados y vigilantes, pudiesen mantener a raya las manifestaciones depredadoras de los gobernantes.

A pesar de todas las críticas que se le formulan a la actual democracia venezolana, nadie puede negar su extraordinaria vitalidad, traducida en un espíritu permanentemente participativo y crítico.

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