Llega la deflación por sobreendeudamiento

Michael Hudson
Sin Permiso
Traducción para Sin Permiso por Mínima Estrella
08/07/09

Las informaciones económicas de los medios de comunicación entrenados en poner al mal tiempo buena cara recogen con su sesgo positivo habitual las estadísticas de deflación por sobreendeudamiento dadas a conocer el pasado viernes [26 de junio]. Los NIPA (Commerce Department’s National Income and Product Accounts) de mayo muestran que los “ahorros” estadounidenses están absorbiendo ahora el 6,9% del ingreso.

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Pongo la palabra “ahorros” entre comillas, porque este 6,9% no es lo que el grueso de la gente cree que son ahorros. No es dinero guardado en el banco para situaciones de emergencia, como perder el puesto de trabajo, algo que les ocurre a diario ahora a miles de personas. La estadística significa que el 6,9% del ingreso nacional está ahora inexorablemente destinado a satisfacer deudas: la mayor tasa de ahorro de los últimos 15 años, que contrasta vivamente con la tasa negativa de ahorro –que eso es lo que significaba vivir a crédito— de hace unos pocos años.(1) Esos ahorros son sólo “dinero en el banco” en el sentido de que son pagos realizados por los consumidores a sus bancos y a sus compañías de tarjetas de crédito.

El ingreso que se destina a satisfacer deudas no está disponible para ser gastado en bienes y servicios. Contribuye a encoger la economía, agravando la depresión. Así pues, ¿a qué tanta alegría con las buenas noticias del “ahorro”?

Desde luego que es buena cosa para los consumidores quitarse de encima las deudas. Pero los medios de comunicación están dando a este desvío del ingreso un tratamiento como si fuera un indicio de confianza en que la recesión está tocando a su fin y el plan de “estímulos” de Obama, funcionando. El Wall Street Journal informa de que los afiliados a la Seguridad Social que se benefician de los pagos directos del gobierno “parecen incapaces de gastar el dinero recibido”, mientras que en The New York Times se observa que “mucha gente guarda el dinero, en vez de gastarlo”. Es como si la gente pudiera permitirse un mayor ahorro.

La verdad es que el grueso de los consumidores no tienen otra opción que la de satisfacer sus deudas. Incapaces de seguir endeudándose a medida que los bancos cortan las líneas de crédito, no tienen otra “opción” que la de pagar su hipoteca y las facturas de su tarjeta de crédito cada mes, o perder sus hogares y ver drásticamente recortado su margen de maniobra con las tarjetas de crédito, con unas penalizaciones en forma de tasas de interés rayanas en el 20%. Para evitar semejante destino, las familias se están echando al consumo de alimentos más baratos y menos nutritivos, comiendo menos o acudiendo a restaurantes de comida rápida, y recortando o suprimiendo el gasto de las vacaciones. De modo que parece contradictorio aplaudir esos “ahorros” (es decir, la devolución de dinero adeudado) estadísticamente registrados como si se tratara de un indicio de que la economía puede salir de la depresión en los próximos meses. Acercándose el desempleo a una tasa del 10% y con anuncios de despidos una semana tras otra, ¿no está asumiendo riesgos demasiado altos la administración Obama al decirles a sus electores que el plan de estímulos está funcionando? ¿Qué pensará la gente este próximo invierno, cuando los mercados sigan encogiéndose? ¿Qué espesor tiene la película de Teflon de Obama?

Entre los desechos de la burbuja de Greenspan

Hace sólo dos años los consumidores compraban tantos bienes a crédito, que la tasa nacional de ahorro era cero. La financiación del presupuesto público estadounidense mediante el reciclaje, por parte de bancos centrales extranjeros, de los dólares del déficit de la balanza de pagos lo que produjo realmente fue una tasa negativa de ahorro del menos 2 por ciento. Mientras duró esa burbuja, los ahorros del 10% más rico de la población encontraron su contrapartida en la deuda en que incurrió el 90% de la población con menos ingresos. En efecto, los ricos prestaban sus ingresos excedentes a una economía más y más endeudada.

Hoy, los propietarios de vivienda no pueden ya seguir refinanciando sus hipotecas para compensar unos salarios más y más reducidos por la vía de tomar prestado con el colateral de unos precios inmobiliarios que no dejaban de crecer. Ha llegado la hora de devolver el dinero tomado a préstamo, de satisfacer unas deudas bancarias, cuyo volumen se ha hinchado al punto de incluir acrecidos cargos por intereses y penalizaciones. El préstamo bancario solicitado ahora choca con la presente limitación de la actividad bancaria a pasar el rastrillo por la amortización y los intereses sobre las hipotecas existentes, las tarjetas de crédito y los préstamos personales.

Muchas familias sólo consiguen mantenerse financieramente a flote por la vía de tirar de sus ahorros personales y recortar sus gastos a fin de evitar la bancarrota. Ese desvío del ingreso hacia la satisfacción de las deudas contraídas explica por qué el volumen de las ventas al detalle, de las ventas de automóviles y otras cifras de estadísticas comerciales se están desplomando casi en picado, mientras que las tasas de desempleo se disparan a niveles de dos dígitos. La capacidad del grueso de la gente para gastar a los ritmos de antes ha tocado techo. Un mismo ingreso no puede usarse para dos propósitos distintos. No puede usarse para satisfacer deudas y, al mismo tiempo, para gastarlo en bienes y servicios. Una de dos. Así que cada vez más superficies y centros comerciales cierran cada mes. Y a diferencia de los propietarios de vivienda, los inversores en propiedad inmobiliaria absentista tienen pocas posibilidades de deshacerse de la propiedad y escapar a una situación de quiebra técnica dimanante de la caída del valor de sus activos (cuando lo que se debe a los acreedores es más de lo que vale la propiedad hipotecada).

Más de dos tercios de la población estadounidense son propietarios de vivienda, y los economistas especializados en bienes raíces estiman que cerca de una cuarta parte de los hogares norteamericanos se hallan ahora en situación de quiebra técnica, en la medida en que los precios de mercado de los activos inmobiliarios caen por debajo de las hipotecas asociadas a esos activos. Esa es la situación en que se encontraron Citigroup y AIG el año pasado, como muchas otras instituciones de Wall Street. Pero, mientras que el gobierno resolvió absorber las pérdidas de esas instituciones “para lograr que la economía volviera a ponerse en marcha” (o lo hicieran, cuando menos, los mayores contribuyentes a las campañas electorales de los congresistas), quienes tienen deudas personales distan por mucho de hallarse en posiciones tan ventajosas. El papel que se les ha asignado es el de ayudar a reflotar los bancos satisfaciendo las deudas que con esos bancos contrajeron a fin de mantener unos niveles adquisitivos que los menguantes o estancados salarios no eran ya capaces de mantener.

Por su parte, los bancos están endureciendo las limitaciones al uso de las tarjetas de crédito, incrementando los intereses y los cargos y penalizaciones. (Yo no veo muchas posibilidades de que el Congreso apruebe la creación –promovida por Obama a modo de compensación por su reciente programa de rescates bancarios— de una Agencia de Productos Financieros de los Consumidores.) El problema es que las tasas de morosidad están creciendo rápidamente. Y eso ha llevado a muchos bancos a cerrar tratos con sus clientes más endeudados, a fin de cuadrar cuentas hasta por la mitad del monto nominal de la deuda (buena parte del cual, huelga decirlo, había crecido como consecuencia de cargos y penalizaciones). Los bancos compiten ahora, no para ganar clientes, sino para librarse de ellos. El plan consiste en ofrecer descuentos lo suficientemente poco atractivos como para hacer que los peores riesgos pasen a bancos rivales y que éstos carguen con la morosidad cuando, finalmente, abandonen la lucha para mantenerse en niveles de solvencia.

Los billones de dólares con que la administración Obama ha obsequiado a Wall Street habrían bastado para sufragar buena parte de las hipotecas que ahora se hallan en situación morosa, unas hipotecas que rebasan con mucho la capacidad de pago de muchos deudores. El gobierno habría podido aprobar una ley que limpiara esas deudas, financiando la medida con la reintroducción de una fiscalidad progresiva que restaurara los impuestos sobre las ganancias de capital con tipos marginales iguales a los que gravan los ingresos ganados (salarios y beneficios empresariales) y sellando los resquicios fiscales que, en la práctica, liberan de impuestos al sector de las finanzas, las aseguradoras y los bienes raíces [FIRE, por sus siglas en inglés]. En cambio, lo que ha hecho el gobierno es eximir prácticamente de impuestos a Wall Street y trocar bonos del Tesoro por billones de dólares de hipotecas basura y deuda tóxica. Las perspectivas de un crecimiento económico “real” son sacrificadas en el altar de los gastos financieros.

Los bancos y las compañías de tarjetas de crédito se preparan para el encogimiento económico. Después de todo, fue anticipándose a eso que, a partir de 1998, presionaron tanto para conseguir lo que finalmente consiguieron en 2005 con unas leyes de quiebra tan favorables a los acreedores y tan crueles para los deudores que convertían a la quiebra personal en un verdadero infierno económico y jurídico.

Así pues, y para evitar ese destino, lo que está haciendo la gente es desviar dinero, pero no para ponerlo en cuentas de ahorro. Lo depositan, efectivamente, en los bancos, pero en forma de pago de deudas. Para los contables que repasan balances los ahorros representan un incremento de valor neto. En otros tiempos, eso era el resultado de una formación de fondos líquidos. Pero el dinero que se ahorra ahora no está disponible para el gasto. Sirve sólo para reducir la carga de la deuda soportada por los individuos. A diferencia de Citigroup, [la aseguradora] AIG y otras instituciones de Wall Street, esos individuos no ven desaparecer sus deudas de los libros contables. El gobierno no es lo bastante amigable como para comprarles unas inversiones que han perdido la mitad de su valor en un año. Tales rescates se reservan para los acreedores y para los gestores de dinero, no para los deudores.

La historia que deberían estar contando los medios de comunicación es ésta: cómo la actual economía posburbuja ha vuelto del revés la noción de ahorro.

No es esto lo que la gente esperaba hace medio siglo. Los economistas escribían entonces sobre los aumentos de productividad que generaría la tecnología, sobre las condiciones casi utópicas en que viviría la gente en el año 2000. Es preciso reescribir los libros de texto.

La eversión de la teoría económica keynesiana

La mayoría de personas y de empresas salieron de la II Guerra Mundial, en 1945, prácticamente libres de deuda y sometidas a un régimen fiscal progresivo. Los economistas anticipaban –en realidad, temían— que unos ingresos crecientes llevarían a unas tasas de ahorro más elevadas. El punto de vista más influyente fue el de John Maynard Keynes. Enfrentado a los problemas planteados por la Gran Depresión, Keynes advirtió en 1936, en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, de que la gente ahorraría relativamente más a medida que crecieran sus ingresos. De lo que se seguiría un descenso del gasto en bienes de consumo y la consiguiente ralentización del crecimiento de los mercados, y por ende, de la inversión y del empleo.

Desde esa perspectiva, la propensión al ahorro a partir salarios y beneficios desviaría el flujo circular de pagos entre productores y consumidores. El principal nubarrón divisable en el horizonte, según temían los keynesianos, era que la gente llegara a tal grado de prosperidad, que no gastara su dinero. Su receta para evitar tal subconsumo era que las economías se movieran en la dirección de un mayor ocio y de una distribución más equitativa del ingreso,

Las actuales dinámicas del ahorro –y de la grávida deuda en que se invierten los ahorros— son harto distintas –y harto peores— que las esperadas por Keynes. El grueso de los ahorros financieros se destina al préstamo, no a la formación de capital tangible y a la industria. El grueso de la nueva inversión en bienes y estructuras de capital tangible procede de ingresos empresariales retenidos, no de ahorros que pasen por intermediarios financieros. En tales circunstancias, mayores tasas de ahorro reflejan mayor endeudamiento. Por eso la tasa de ahorro ha llegado a caer al nivel cero. Una proporción creciente del ahorro tiene ahora su contrapartida en el endeudamiento de otras personas; no se usa para financiar nuevas inversiones directas.

Cada nueva recuperación de ciclo económico desde la II Guerra Mundial ha venido acompañada por una tasa de endeudamiento más elevada. Lo cierto es que el ahorro interfiere en el consumo, pero no como resultado de mayores ingresos y de una mayor prosperidad general. Una tasa creciente de ahorro refleja meramente el grado en que una economía subviene a sus gastos de endeudamiento. Es “ahorro” en forma de satisfacción de la deuda en una economía en proceso de encogimiento. El resultado es una distopía financiera, no la utopía tecnológica que parecía al alcance de la mano en 1945, hace sesenta y cinco años. En vez de una economía del ocio amiga del consumidor, lo que tenemos es servidumbre por deudas.

Para hacerse una idea de lo realmente opresiva que es la carga de la deuda, basta con observar que la actual tasa de ahorro de un 6,9% ni siquiera refleja el 16% de la economía que según el informe de la NIPA gira en torno al pago de intereses para sostener esa deuda, o las cargas penalizadoras que ahora reportan tanto como los intereses a las compañías de tarjetas de crédito (o los billones de dólares de los rescates gubernamentales destinados a mantener a flote este insostenible sistema). Cómo una economía puede aspirar a competir en los mercados globales de producción industrial con tamaño gasto financiero gravitando sobre el coste de la vida y cómo pueden hacerse negocios así, es asunto para tratado aparte.

NOTA: (1) Jack Healy, “As Incomes Rebound, Saving Hits Highest Rate in 15 Years,” The New York Times, 27 de junio de 2009.

Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.

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