Información y “democracia de superficie”

María Toledano
Rebelión
03/09/09

La sociedad de la información es una de las más ignorantes de la historia
Giovanni Arrighi

Existe una relación histórica, conocida, que une información y poder. Es una relación estable, limpia y ordenada como un sacramento católico, como un buen matrimonio burgués. Las empresas propietarias de los grandes medios de comunicación (que a su vez detentan infinidad de otros negocios multinacionales) deciden, de acuerdo con sus intereses y los de sus anunciantes, qué se emite o publica, cómo y cuándo. Los férreos filtros (pocas veces se equivocan) vienen fijados por los directivos, verdaderas correas de transmisión -perros de presa- de su accionariado y responden ante los indefensos espectadores con pequeñas dosis de verosimilitud (una aparente mirada inocente sobre el mundo) que nada tiene que ver con la verdad de los hechos descritos, ni con el principio básico -repetido por ellos mismos hasta la extenuación- de la objetividad. De esto y otras muchas cosas de interés habla Pascual Serrano en su nuevo libro Desinformación (Península, 2009), un verdadero vademécum de análisis periodístico y falsedades desveladas que pone de manifiesto, de forma clara y distinta, “cómo los medios ocultan el mundo”.

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La idea es sencilla. Cuanto menos sepamos (esa es la única función de los mass-media) y más sepan (de cualquier materia) aquellos que circulan por las autopistas y moquetas del poder, más difícil será la crítica, más dura la batalla e imposible (casi) la erradicación de sus métodos y procedimientos de explotación y apropiación. La ciudadanía, destrozada y sin apenas más aliento que el denominado “tiempo de ocio” promovido por la dinámica consumista, es incapaz de reaccionar y las píldoras o mensajes -lo que se denomina “información”- van calando de tal forma que resulta imposible establecer un diálogo sensato (por no decir crítico) con alguien cuyas fuentes sean, únicamente, los medios mayoritarios. El objetivo está logrado. Por un lado la sociedad, el conjunto de los ciudadanos libres e iguales, legitima con su aceptación cotidiana -su incapacidad colectiva para desear otro modo de mirar, exigir y entender es dramática- los medios de masas y la veracidad de las noticias o análisis (ya no existe diferencia) y por otro, desautoriza, de raíz, sin paliativos, como exigen los cancerberos de la difusión, todas aquellas informaciones (por contrastadas que estén) que no provengan de sus autorizados órganos de emisión.

El resultado es el siguiente: cualquier información ajena a los detentadores del poder mediático universal será considerada propaganda, falsificación o mentira. Resulta sorprendente comprobar, día a día, cómo la ciudadanía, en esta “democracia de superficie” -gráfica expresión de Alain Badiou, citada en su reciente trabajo l´Hipothèse communiste (2009)- ha cedido su soberanía informativa y, por tanto, la función de control y crítica, a las empresas de transmisión de la ideología dominante. Reaparece, vestido con los sensacionalistas colores de la información, el dilema clásico esbozado por Sócrates en La República de Platón: ¿quién vigilará a los vigilantes? ¿Qué contrapoder informativo puede garantizar la calidad y veracidad de las noticias difundidas, si aquellos en los que hemos depositado nuestra confianza mienten?

Vivimos atenazados, amedrentados, por el ruido informativo. El bombardeo permanente de datos provoca un atroz desconcierto. Ya no se trata de que los periodistas manipulen la realidad (su salario depende de la fidelidad ideológica a su empresa), el problema, mucho más grave, consite en la sobreabundancia y en la imposibilidad de retener, discriminar y analizar (una función periodística olvidada) lo relatado. Los canales de transisión se han multiplicado (las empresas ha creado un sistema reticular que difunde el mismo mensaje por infinidad de medios) creando la apariencia de absoluta y transparente libertad. La consagrada « libertad de expresión » ha sido asimilada a la proliferación de medios, dando por sentado -una falacia más- que un mayor número de radios, televisiones, revistas y periódicos garantiza la pluralidad.

El mercado informativo, el espacio donde se desarrolla el intercambio de datos, es un campo minado por las empresas transmisoras. Ese territorio hostil, arenas movedizas, esconde una trampa en cada recodo. Desde las «elecciones libres» en Afganistán (¿existe un censo riguroso?) hasta las noticias relacionadas con avances médicos vinculadas a intereses de las compañías farmacéuticas; de la corrupción en los partidos políticos a los resultados de cualquier tipo de encuesta, todo dato está filtrado por el emisor. Frente a este panorama, los medios alternativos de información (en internet, su mayoría) aparcen como una pequeña isla rodeada por acorazados y destructores. Si una parte de nuestro conocimiento del mundo -y por tanto, de nuestra capacidad para discernir- proviene de la información facilitada por los grandes medios de comunicación, ¿qué sabemos? ¿Cómo podemos reflexionar y elegir? La «democracia de superficie» es, en realidad, una democracia mediática, confusa y extraña.

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