Sobre la masacre de Acteal, México. Dossier

Sin Permiso
07/09/09

El 22 de diciembre de 1997 tuvo lugar la matanza de Acteal, cuando en el municipio de Chenalho, Chiapas, 45 indígenas de la organización Las Abejas, ─hombres, mujeres, niños y niños por nacer en el vientre de sus madres─ fueron asesinados por una banda de paramilitares armada y protegida por los gobiernos del municipio y del estado de Chiapas, amparados por el gobierno federal de Ernesto Zedillo y su secretario de gobernación, Emilio Chuayffet. Como se explica en uno de los artículos, ahora “los asesinos materiales de Acteal ya pasean por las calles” debido a una reciente sentencia de la Suprema Corte de Justicia. Este dosier, recopilado por Adolfo Gilly, miembro del comité de redacción de SinPermiso, está compuesto por diversos artículos de distintos autores y autoras que fueron publicados a lo largo de los últimos días de agosto y primeros de septiembre por el periódico de izquierdas mexicano La Jornada.

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Acteal y la guerra que nadie quiere ver

Lo que amenazó Nexos en el otoño de 2007 se ha cumplido. Los asesinos materiales condenados por la masacre de Acteal ya pasean por las calles (Pablo Romo, Emeequis 185, 17 de agosto de 2009). Y no. No exactamente. El contradictorio gobernador de Chiapas, Juan Sabines II, logró un acuerdo con los amparados por la Suprema Corte para que no regresen al municipio de Chenalhó. Noé Castañón, el actual secretario de Gobierno sabinista, informó que “el gobierno estatal otorgará todas las facilidades para que estas personas recién liberadas se ubiquen en un punto geográfico diferente, y distante, dentro del territorio estatal.” (La Jornada, 14 de agosto de 2009). Castañón explicó que con ello se fortalecerían “la distensión, la paz y la convivencia armónica y civilizada.”

La acción de Sabines y Castañón no ha merecido muchos comentarios. Mientras sociedad civil e intelectuales nos desgarramos las vestiduras por las garantías al debido proceso y la impunidad, resulta que la única manera de mantener la convivencia civil en Chenalhó es que los liberados no retornen a su municipio. ¿Qué significa este destierro? Significa que la guerra que empezó en 1994 sigue vigente en 2009. Una guerra fría la mayor parte del tiempo, pero con los contrincantes siempre listos para enfrentarse.

La guerra del Año Nuevo ha sido problemática para todos. No la deseaba el régimen priísta, pero tampoco la diócesis católica ni las izquierdas partidista e intelectual. Por eso todos nos llenaron de entusiasmo al estallar la paz, luego de sólo 12 días de combate. Pero, diría Ciorán, el entusiasmo es una pasión que nubla la razón. El proceso de paz, con sus movilizaciones civiles, cinturones de voluntarios, observadores nacionales e internacionales, diálogos en San Andrés, libros y más libros sobre el Votán Zapata, no fue capaz, no lo ha sido, de eliminar la guerra.

La guerra ha seguido siempre allí, oculta detrás del entusiasmo por el no-combate. Un viejito de Las Margaritas me decía en 1994 que él no podía entender cómo era eso de que hubiese dos ejércitos. Si hay un solo país, decía, debía haber un solo ejército (él prefería que fuera el zapatista, por supuesto). Menos de un año más tarde, en febrero de 1995, Zedillo traicionó a los zapatistas e intentó un golpe de mano. Falló. Se dice que por el rumbo de Nuevo Momón los insurgentes detuvieron la columna federal y que ese día hubo duros combates. En septiembre de 1995, el Ejército Mexicano –bajo comando del general Castillo– empezó a entrenar a los paramilitares de Paz y Justicia entre los choles. Y desde 1996, el gobierno estatal de Ruiz Ferro empezó a organizar paramilitares en los Altos. Acteal ocurrió en medio de una guerra. Una guerra de baja intensidad, sin grandes combates, sin escándalo. Una guerra de redes, como la bautizó elegantemente la Rand Institution. Pero guerra al fin.

La paradoja es que nadie quiere reconocer que hubo y que sigue habiendo una guerra en México. Nos quejamos en general de la “creciente militarización”, pero no reconocemos que los zapatistas son sólo uno de los grupos guerrilleros activos en la República. Vilipendiamos (con justicia) a Soberanes por la teoría de la gastritis, pero no leemos la sección de su recomendación en la que el Ejército Mexicano reconoció que su actividad en Zongolica se debe a la presencia de subversivos.

Repensemos Acteal en clave realista. En 1997 había dos ejércitos haciéndose la guerra. Uno de ellos es el Ejército del Pueblo, nacido desde abajo, desde las comunidades. Busca la liberación. El otro es el Ejército del Gobierno injusto, que necesita debilitar a la insurgencia y para ello ha organizado bandas paramilitares que ataquen a toda la población no sumisa. En Chenalhó, parte de los no-sumisos son pacifistas militantes: Las Abejas. La distinción no le importa a los paramilitares ni a sus amos. Para ellos, abejas y zapatistas son la misma cosa. Enemigos. Hasta aquí, todos los intérpretes del enigma de Acteal están de acuerdo.

Aquí es donde aparece la hipocresía del pacifismo intelectual. Si lo que hubo (y sigue habiendo) en Chiapas es una guerra; si los paramilitares sólo distinguen amigos y enemigos; si –en aquel fatal 22 de diciembre de 1997– cercano al campamento de desplazados de Las Abejas había otro de desplazados zapatistas; si el ataque de los paramilitares pretendía asesinar a todos los desplazados, y si las víctimas de la masacre resultaron finalmente sólo Las Abejas; entonces deberíamos concluir que el Ejército del Pueblo, los zapatistas, abandonaron a su suerte a Las Abejas.

!Terrible cobardía! Por suerte, esta conclusión es improbable. Los zapatistas son prudentes, pero no rajados. Los zapatistas son disciplinados (obedecen la orden de su mando de no caer en provocaciones), pero no son inhumanos. Es improbable que simplemente hayan abandonado a Las Abejas de Acteal. No es una actitud que cuadre con su nobleza.

Pero la hipócrita sociedad civil y los intelectuales de los cafés de la ciudad preferimos siempre las versiones edulcoradas, sencillas, en las que las polaridades se muestran en sencillos blancos y sencillos negros. Por eso seguimos siendo incapaces de entender que no habrá justicia en Acteal, hasta que reconozcamos con crudeza lo que fue: un acto de guerra. Y en un acto de guerra es estúpido investigar quién es el responsable individual de qué muerte y de qué lesión específica. Lo que importa en situaciones de guerra es juzgar a los mandos, a los responsables generales de la conducción de la guerra, a los que llevaron al combate a los soldados rasos (todos ellos indígenas, por supuesto). Esto lo han entendido zapatistas y abejas desde el principio: mientras el general Castillo, Ruiz Ferro, Chuayffet y Zedillo no sean investigados no habrá justicia. En este sentido, tanto las “paradigmáticas” demandas de amparo del CIDE como los “importantísimos precedentes” logrados, y también las jeremiadas de la sociedad civil progresista por la impunidad, son parte de una horrenda distracción. Pues la guerra sigue. Por eso los asesinos liberados no pueden regresar a Chenalhó.

Reconocer la guerra es el paso indispensable para lograr lo que hace poco demandó Miguel Ángel de los Santos en las páginas de La Jornada: que se reconozca la responsabilidad del Estado mexicano por haber provocado la masacre.

Federico Anaya Gallardo es abogado, ex miembro del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas y ex representante legal de la diócesis de San Cristóbal de las Casas.

Una lectura feminista sobre Acteal

El fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en torno al caso Acteal no hizo más que confirmar el desprestigio del Poder Judicial en México, ganado a pulso mediante una larga lista de resoluciones en contra de los movimientos sociales y en complicidad con los sectores del poder: protección a los genocidas del 68, a los gobernadores represores en Puebla y Oaxaca, a los paramilitares de Acteal; paralelamente rechazo a las controversias constitucionales de los pueblos indígenas, a las denuncias de Lydia Cacho, a los sobrevivientes de los movimientos estudiantiles del 68 y del 71.

Como feminista y como antropóloga jurídica, recorro cada uno de estos casos de impunidad y me llama la atención la manera en que la violencia hacia las mujeres sigue siendo legitimada y reproducida por el aparato de justicia, a pesar de todos los acuerdos internacionales firmados por el gobierno mexicano en los recientes diez años y de todas las leyes aprobadas para prevenirla y sancionarla, parecemos estar en el mismo punto que hace casi 12 años cuando se llevó a cabo la masacre de Acteal.

En ese entonces, un grupo de feministas que trabajábamos en la zona y que teníamos conocidas y amigas entre las mujeres asesinadas en Acteal, nos dimos a la tarea de recopilar testimonios de las sobrevivientes y de reconstruir desde una perspectiva de género la historia de la paramilitarización de los Altos de Chiapas. Estábamos movidas por una profunda tristeza e indignación ante la violencia con la que fueron masacrados hombres, mujeres y niños, pero también por la convicción de que no era un caso aislado de “violencia intracomunitaria”, sino parte de una estrategia más amplia de guerra de baja intensidad en la que los cuerpos de las mujeres se estaban utilizando como campo de batalla.

Cuando nos dimos a la tarea de escribir La otra palabra: mujeres y violencia en Chiapas, antes y después de Acteal, reaccionábamos también ante la indiferencia con la que se manejó la violación por parte de militares de las tres hermanas tzeltales Méndez Sántiz, el 4 de junio de 1994; la violación por parte de paramilitares de Silvia, Lorena y Patricia, tres enfermeras que trabajaban en San Andrés Larráinzar, el 4 de octubre de 1995; de la violación y tortura por parte de policías judiciales de Julieta Flores, activista de la Unión Campesina Popular Francisco Villa, el 15 de diciembre de 1995; la violación en la zona de los lagos de Montebello, el 26 de octubre de 1996, de Cecilia Rodríguez, activista chicana pro-zapatista y presidenta de la Comisión Nacional por la Democracia en México. Estos casos, todos denunciados y documentados, cuyos perpetradores nunca fueron castigados, nos llevaron a pensar que no era casualidad que la violación sexual y la violencia contra las mujeres estuvieran siendo utilizadas como arma de represión tanto por grupos paramilitares como por el propio Ejército Federal, ni que hayan sido mayoritariamente mujeres las asesinadas en la masacre de Acteal. La participación política de las mujeres indígenas las había convertido en una amenaza, tanto para las estructuras de poder comunitario, como para los grupos de poder estatal y nacional. Paralelamente, las ideologías patriarcales que ven a las mujeres como depositarias del honor familiar, hacen que en muchos contextos de guerra el ataque y la violación a las mujeres sean vistos como un ataque a los hombres del grupo enemigo. El grito de ¨Hay que acabar con la semilla”, enarbolado por los paramilitares al atacar a las mujeres embarazadas en Acteal, expresa mucho del contenido patriarcal de estas prácticas de guerra. La ideología compartida por un amplio sector de la población de que las mujeres somos por excelencia fuentes de vida nos convierte a la vez en un importante objetivo de guerra.

En los 11 años que han pasado desde la masacre de Acteal, el gobierno mexicano ha firmado los protocolos facultativos de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (2002), y de la Convención Contra la Tortura (2005). así como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención Belem do Pará 1998). Estos compromisos internacionales han sido letra muerta y no han limitado ni frenado a las fuerzas represivas del Estado. En estos 11 años nos ha tocado documentar la violación sexual de las mujeres de Atenco por parte de efectivos policiacos; la violación y asesinato de Ernestina Ascención Rosario, por parte de cuatro efectivos del Ejército en la Sierra de Zongolica, en el estado de Veracruz; la violación y tortura de Inés Fernández Ortega, en Ayutla de los Libres, Guerrero, por parte de militares, por mencionar dos de los casos más denunciados. Pero no se trata de casos aislados pues, según reportes de Amnistía Internacional, desde 1994 a la fecha se han documentado 60 agresiones sexuales contra mujeres indígenas y campesinas por parte de integrantes de las fuerzas armadas, sobre todo en los estados de Guerrero, Chiapas y Oaxaca (precisamente estados en donde hay una gran efervescencia organizativa).

La resolución de la Suprema Corte de Justicia en torno a Acteal nos confirma que el gobierno mexicano no sólo ha fallado en prevenir y sancionar el feminicidio, entendido en un sentido amplio cómo “una categoría que incluye toda aquella muerte prematura de mujeres ocasionada por una inequidad de género caracterizada por la violación histórica, reiterada y sistémica de sus derechos humanos y civiles”, como nos lo ha demostrado la investigación promovida por la 59 Legislatura sobre violencia feminicida en México, sino que ha sido indirecta y directamente responsable de la utilización de la violencia física y sexual como estrategias represivas contra los movimientos sociales. Para el caso Acteal y para todos los otros casos de violencia de género documentados, exigimos que el gobierno mexicano cumpla con los compromisos internacionales adquiridos y haga justicia castigando a los culpables.

R. Aída Hernández Castillo es originaria de Ensenada, Baja California, y doctora en Antropología por la Universidad de Stanford; actualmente es Profesora Investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).

Acteal, ¿y ahora qué?

Probablemente esta semana se hará pública la sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la que se concederá el amparo a una cuarentena de los que en su momento fueron condenados por la masacre de Acteal. Los argumentos utilizados por la Corte parecen estar relacionados con las irregularidades procesales de esos juicios. En concreto –según adelantaba El Universal en su edición de 6 de agosto– las condenas se habrían sustentado sobre “desaparición de evidencias, alteraciones de la escena del crimen, sustracción de inculpados y fabricación de testimonios”. No es prudente comentar una sentencia a la que no se ha tenido acceso y menos criticarla por utilizar argumentos garantistas, aunque en sus consecutivas visitas a Chiapas la Comisión Civil Internacional para la Observación de los Derechos Humanos (CCIODH) pudo contrastar cómo era del todo evidente que la investigación sobre los hechos de Acteal estaba rodeada de enormes irregularidades.

Por esta razón no voy a dedicar la atención de estas líneas a analizar la sentencia o sus consecuencias prácticas, aunque estas últimas sean muy importantes, puesto que, entre otras cuestiones, representará la absolución de la mayoría de los hasta ahora condenados, sin aclarar si fueron ellos o quiénes los auténticos responsables; la ausencia de reparación del daño causado a las víctimas o la causación de posibles conflictos al regreso a sus comunidades. Lo que desde la perspectiva internacional merece ser analizado atentamente es que, de nuevo, bajo el velo de las garantías procesales el amparo de la Suprema Corte revela el colofón de la impunidad, ineficacia y parcialidad de la administración de justicia mexicana para impartir justicia en Acteal.

Respecto de la impunidad, pese a las evidencias, en ninguno de los procedimientos penales abiertos se ha procesado a los responsables de más alto nivel político y militar. Esta impunidad se fundamenta, entre otras razones más estructurales, en el sistema procesal mexicano de acusación, que atribuye la investigación y persecución de los delitos exclusivamente a la procuraduría. Al no existir la acusación particular, es el Ministerio Público, el que de forma exclusiva delimita los hechos susceptibles de persecución penal, califica jurídicamente el titulo de imputación penal y señala los posibles responsables de los mismos. En relación con Acteal, el Ministerio Público no calificó los hechos –pese a las evidencias– como constitutivos de crímenes de lesa humanidad, ni tampoco consideró la existencia del delito de asociación delictuosa –pese a la evidencia de que sus autores se organizaban en torno a grupos paramilitares– y, mucho menos, dirigió los procedimientos contra los auténticos responsables militares y políticos. Así, es más que evidente –debido al principio de jerarquía y sumisión al Poder Ejecutivo del Ministerio Público– que no se podrá nunca perseguir de forma efectiva a los altos responsables de estos crímenes. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha reconocido expresamente que “el Ministerio Público está concebido en México como una institución comprendida dentro del Poder Ejecutivo. En consecuencia, la autoridad presidencial o del gobernador incide sobre el monopolio exclusivo y excluyente del ejercicio de la acción penal”.

Por otro lado, la impunidad también queda de manifiesto en la Recomendación 1/1998, referente a los hechos de Acteal, de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), en la cual se recomendó al gobierno de Chiapas –contra toda lógica de preferencia de la jurisdicción penal y su principio de vis atractiva– iniciar procesos administrativos contra buen número de servidores públicos. Incluso dentro de los procedimientos disciplinarios abiertos, en algunos casos fue declarada prescrita la acción para sancionar y en otros se absolvió de toda responsabilidad administrativa.

Por su parte, la ineficacia de todos los colectivos implicados en la administración de justicia no sólo se deduce de la impunidad, sino también de la forma en que se ha impartido la justicia en este caso. Por un lado, la misma CNDH reconoce que los cuerpos policiales no han cumplido “con eficacia y eficiencia su labor de investigación y persecución de los delitos y de seguridad de los gobernados”. Por otro lado, como acabamos de apuntar, el Ministerio Público también ha dado muestras de ineficacia por, entre otras razones, su incapacidad orgánica para exigir responsabilidades penales a sus superiores jerárquicos, para calificar los hechos como crímenes contra la humanidad y por tomar decisiones de archivo pese a las evidencias existentes. Por último, también la actuación de los jueces y tribunales ha sido ineficaz en la medida que han cometido numerosas irregularidades que han posibilitado –como refleja la reciente sentencia de la Suprema Corte– la nulidad de las actuaciones realizadas y la consecuente vulneración de la tutela judicial efectiva a las víctimas.

Por último, la parcialidad de todos los órganos encargados de impartir justicia se evidencia en numerosos datos. Así, tras las muertes de Acteal, por ejemplo, y sólo por lo que respecta a funcionarios del Consejo Estatal de Seguridad Pública, debe recordarse que hubo usurpación de funciones para alterar el lugar del crimen, ocultando la evidencia de las pruebas, con la única finalidad de dificultar la persecución penal de los hechos. En la misma línea, funcionarios de la policía y del Ejército han evidenciado una clara complicidad con los autores de los delitos. Por último, la parcialidad también se manifiesta incluso en los propios jueces y en su canon de actuación selectiva, consistente en la absolución de los pocos cargos públicos respecto de los cuales se ha presentado acusación –pese a la evidencia de las pruebas–; instruyendo indebidamente las causas –cuestión que ha provocado la declaración de la nulidad de las actuaciones–; inaplicando las órdenes pendientes de aprehensión o absolviendo a los condenados del pago de la reparación del daño a las víctimas.

La sentencia de la Corte no puede representar el punto final al caso Acteal. Dos son las principales consecuencias que deben derivarse de ella. De entrada, lo lógico en un estado de derecho sería que, otorgado el amparo, las actuaciones se retrotrajeran hasta el inicio de la instrucción para que representantes de la procuraduría, de forma libre y responsable, pudieran presentar cualquier tipo de acusación –incluyendo la comisión de crímenes internacionales– contra todos los responsables intelectuales y materiales de la matanza, para aclarar, de acuerdo a derecho y sin ningún ápice de impunidad, quiénes fueron los responsables de esos hechos –cayera quien cayera–, para tras un proceso con garantías y sin dilaciones se llegara a su efectiva condena y a la reparación de las víctimas. En segundo lugar, un auténtico estado de derecho no podría soportar que no fueran sancionados los funcionarios públicos responsables de las graves irregularidades que han fundamentado el amparo, no sin antes investigar cuáles fueron las razones que llevaron a esos servidores públicos a hacer “desaparecer evidencias”, “alterar la escena del crimen” o “fabricar testimonios”. Y, sin embargo, todo el que tenga un mínimo conocimiento del sistema judicial mexicano, intuirá que nada de lo anterior llegará a suceder. A los ojos de la comunidad internacional el amparo de la Suprema Corte pone en evidencia que las esperanzas de justicia en Acteal sólo pueden fundamentarse en el recurso a los instrumentos de justicia internacional.

Joan Baucells Lladós es profesor de derecho penal en la Universidad Autónoma de Barcelona, ex magistrado y comisionado en la VI visita de la CCIODH

Acteal, otra vez.

No es una visión maniquea y simplista. La masacre de Acteal es lo que es: un crimen de Estado perpetrado por el gobierno de Ernesto Zedillo. La liberación de 20 de los paramilitares responsables de la matanza por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), argumentando que no se les siguió un debido proceso, no tapa este hecho. La razón jurídica no puede ocultar la verdad histórica.

La inminencia del baño de sangre en Acteal fue advertida por muchos reporteros, analistas y conocedores de la región. Los dramáticos reportajes de Hermann Belinhausen, Blanche Petrich y Juan Balboa mostraron las huellas de la preparación del crimen antes de que se produjera. El sacrificio estaba anunciado.

Para comprender a cabalidad la tragedia se requiere entender tanto lo que sucedió en la comunidad como lo que pasó en Chiapas. Lugares como la región chol y el municipio de Bachajón vivieron situaciones similares desde meses atrás. Aunque hablaba de paz, Ernesto Zedillo hacía la guerra. En los lugares claves del estado se promovió la formación de grupos paramilitares. Pero muchas de sus víctimas no fueron zapatistas, sino civiles pacíficos y desarmados que, como en el caso de Acteal, oraban por la paz.

Sendos editoriales de La Jornada del 22 de noviembre y el 17 de diciembre de 1997 advirtieron sin ambigüedad lo que sucedería en Acteal. En el primero se señaló que (la escalada de la violencia) “es en extremo preocupante, ya que el padrón de conflicto en Chenalhó tiene grandes similitudes con lo sucedido en la zona norte del estado, donde actúa Paz y Justicia”. El suplemento Masiosare dedicó su entrega del 14 de diciembre de 1997 a este asunto y la tituló: “Chenalhó, otra vuelta de guerra”.

El padre Miguel Chateau, párroco de Chenalhó y uno de los más profundos conocedores de la región, advirtió: “la guerra de baja intensidad aniquila al mundo tzotzil” (La Jornada, 15/12/97). El cura no hablaba por hablar. Él mismo estaba amenazado de muerte. Jacinto Arias, presidente municipal del PRI y uno de los principales promotores de los paramilitares, le puso una cerveza en la mano y le dijo: “Si no controla a su gente, un día lo vamos a matar. Se lo digo cara a cara, padre. Vamos a quemar su cuerpo para que no se quemen los gusanos”.

En un reportaje televisivo sobre los indígenas desplazados del municipio por los paramilitares, titulado Chiapas: testimonio de una infamia, Ricardo Rocha percibió la tormenta que se avecinaba. Al entrevistar a don Samuel Ruiz y don Raúl Vera, el periodista les confesó: “vengo de los Altos de Chiapas, y vengo profundamente indignado, asombrado de que estas cosas todavía puedan ocurrir (...) profundamente adolorido también por lo que ocurre allá y seguramente ustedes no son ajenos: es inhumano...”

Andrés Aubry y Angélica Inda, dos de los más grandes conocedores de la dinámica social de los Altos de Chiapas, analizaron con rigor el surgimiento de los paramilitares en la región en nueve deslumbrantes artículos publicados en La Jornada. El primero de ellos, “Chenalhó en vilo”, aparecido el 30 de noviembre de 1997, tres semanas antes de la matanza, desbarató la hipótesis de que detrás de la violencia en curso se encontraba un conflicto religioso. “En Chenalhó los dos dirigentes antagónicos, el presidente constitucional (del PRI) y su contrincante, el presidente (en rebeldía) de la sede autónoma del mismo municipio, son evangélicos”, escribieron.

Meses antes, en “Chenalhó: los peligros del alma”, publicado en La Jornada en junio de 1997, analicé la gestación de la ofensiva paramilitar en ese municipio para concluir: “Lo que hoy está en peligro no es el alma, sino la vida de los hombres murciélago”. El 2 de diciembre, en “La guerra que no se atreve a decir su nombre”, escribí que la paramilitarización era la respuesta gubernamental a la expansión política y social del zapatismo, evidenciada por la exitosa marcha de los mil 111 rebeldes a la ciudad de México en septiembre de ese año, así como a su creciente implantación en territorio chiapaneco. “Los paramilitares –anoté–, a diferencia del Ejército o la policía, no tienen que rendirle cuentas a nadie, escapan al escrutinio público. Pueden actuar con la más absoluta impunidad e, incluso, presentarse como víctimas.” Desgraciadamente, el reciente fallo de la SCJN da la razón a estas líneas.

La masacre no fue un hecho aislado o fortuito, producto de la revancha de facciones indígenas enfrentadas por problemas comunitarios. No fue un enfrentamiento. En Chiapas hay una guerra, y no hay actividad humana más planificada que ésta. Acteal fue una acción bélica que respondió a su lógica profunda: la intensificación del conflicto, la que subyace, según Clausewitz, cuando dos ejércitos se enfrentan y “deben devorarse entre sí sin tregua, como el agua y el fuego, que jamás se equilibran”.

La estrategia gubernamental estaba trazada de antemano. Inmediatamente después de la masacre el Ejército amplió su presencia en Chiapas con más de 5 mil efectivos adicionales, y autorizó su participación en “la prevención de nuevos hechos violentos”. Se trasladaron hacia las Cañadas tropas destacadas en Campeche y Yucatán, al tiempo que se instalaron nuevos campamentos en la región de los Altos. Se quiso tender un nuevo cerco militar al zapatismo, un nuevo cordón sanitario, para tratar de frenar su expansión y el funcionamiento de los municipios autónomos.

Esta lógica quedó al descubierto en los meses posteriores. La guerra sucia contra el zapatismo siguió su curso sangriento. Acteal fue el banderazo de salida para acrecentar la ofensiva bélica. Fuerzas combinadas de diversas policías y ejércitos atacaron violentamente los municipios de Taniperlas, Amparo Aguatinta, Nicolás Ruiz y El Bosque, hasta que el 6 de julio de 1998, en Chavajeval y Unión Progreso, las fuerzas represivas toparon con pared.

La liberación de los asesinos de Acteal y la pretensión de rescribir la historia de la masacre no son un acto de justicia: son la continuación de la guerra por otros medios.

Luis Hernández Navarro es director editorial y columnista habitual La Jornada.

Indignación, desesperación, de-sesperanza deben invadir a amplios sectores de la sociedad mexicana frente al desenlace “legal”, probablemente provisional, de la matanza de Acteal. ¿No es éste un Estado fallido? ¿Quién pone la cota con la que comienza a fallar el Estado a tales niveles que pueda llamársele así?

Frente al repugnante asesinato Amnistía Internacional repite lo que hemos oído por lustros. He aquí una muestra más de las graves deficiencias del sistema de justicia mexicano, incapaz de investigar, procesar y sancionar por medio de un juicio justo a los responsables de delitos contra la sociedad o contra los ciudadanos particulares.

¿Qué hacemos frente al río deliberadamente revuelto, noche y día, por los grupos dominantes, por personeros del gobierno federal y locales? ¿Qué hacemos con la complicidad de las televisoras en múltiples trapacerías? ¿Qué podemos hacer frente a los poderes de facto de todo tipo que actúan en un mundo en el que no impera la ley?

Casi nueve años después del asesinato en masa de 45 indígenas de Las Abejas (niños y mujeres, principalmente) no hay culpables. Las procuradurías –señaladamente la Procuraduría General de la República (PGR)–, coludidas con jueces, responsables conjuntos de la justicia en el área de lo penal, no procuran ninguna justicia, y toda injusticia, por perversa que sea, que esas mismas instituciones deban cometer, si así conviene a intereses poderosos, la cometerán con la frialdad absoluta de quien puede operar con máxima premeditación, con poderosa alevosía, con total ventaja, blindadas con la armadura de la impunidad inexpugnable.

La ministra Olga Sánchez Cordero aseguró que fueron detectados casos en los que un juez agregó delitos a los sentenciados que no habían sido consignados por el Ministerio Público; dijo además que se usó como prueba de manera ilícita un listado de personas que elaboró un testigo de nombre Agustín Arias, que en un principio declaró que no hablaba ni entendía el castellano y que 12 horas después entregó una lista de las personas que señaló como responsables. El ministro Juan Silva aseveró que la lista fue elaborada por la PGR y entregada a sus testigos para que acusaran a las personas que ellos aseguraban eran culpables y, al mismo tiempo, la policía judicial elaboró un álbum fotográfico. En México ese infierno aterrador se llama procuración de justicia.

El ministro José Ra-món Cossío Díaz debió decir frente a estos actos que ellos son jueces constitucionales, y que como no pueden saber quiénes son inocentes y quiénes culpables, deben ser liberados todos: los 20 que acaban de serlo, más otros 31 aproximadamente que se hallan en las mismas condiciones.

Cuando existe impunidad y cuando la premeditación ha estado en las más canallas acciones que por siglos se han cometido contra las comunidades indígenas, pueden ser imaginadas, frente a la incertidumbre total de la legalidad, composiciones de lugar que acaso queden muy por debajo de las bajezas efectivas de los sótanos del poder.

Una oligarquía local y una clase política a sus órdenes, en el escenario. Es necesario mantener a raya a los grupos indígenas que se revelen contra la dominación vil de siglos. Rivalidades y rencillas por tierras, creencias religiosas, costumbres ancestrales, entre grupos indígenas con conocimientos precarios del mundo, son espoleados por los grupos dominantes. Están dadas las condiciones para que miserables del mundo indígena sean convertidos en grupos paramilitares para someter a los que han decidido rebelarse, porque ni la justicia social ni la justicia judicial les llegarán nunca.

Asesinos a sueldo masacran a una comunidad. Los asesinos pueden autoinculparse con promesas de futuro sin hambre. O con la misma promesa se encarga a otros que se autoinculpen. La PGR pergeña los expedientes, y lo hace maliciosamente, de manera deliberada.

Entran en escena los abogados defensores de los asesinos; no se sabe quién les paga. El proceso debe alargarse lo necesario para que cobre legitimidad frente a la sociedad. Llega el momento en que el asunto atraca en la Suprema Corte. El máximo tribunal del país encuentra que las sentencias de los acusados, como en el caso que nos ocupa, se basaron en pruebas obtenidas de manera ilegal y en testimonios que fabricó la PGR. Nadie puede saber si la Corte está dentro o fuera de la jugada.

Los probables asesinos, o parte de ellos (los guardados en las cárceles locales), salen libres y se les propone ser reubicados con casa y lo necesario “en otra parte”. Los inculpados dejan de serlo. No sabemos quiénes son los asesinos; ni los que usaron las armas ni los asesinos intelectuales: nuevamente la impunidad reina.

Se solicitan nuevas investigaciones para dar con los verdaderos asesinos. Acaso el proceso se reinicie alguna vez en algún punto. En tanto, la oligarquía local, la clase política que le sirve, los grupos paramilitares –carne de cañón indígena– continúan reinando como grupos dominantes que son, apoyados por instituciones federales, si la política así lo demanda, y los indígenas continúan su historia de explotación, de miseria, de desprecio, de discriminación y de muerte.
Es seguro que alguien, dentro de los grupos dominantes, sabe la historia real, y podría decirnos cuántas y cuáles piezas faltan o sobran a este rompecabezas depravado. Es seguro también que por mucho tiempo seguiremos repitiendo que no existen instituciones capaces de llevar la justicia social a las comunidades indígenas, y que no están a la vista los actores capaces de erigirlas.
Indignante.

José Blanco es un columnista habitual de La Jornada

Un Tribunal Russell para Acteal

Acteal fue una masacre de Estado, cuyo principal responsable es el doctor Ernesto Zedillo Ponce de León, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos entre 1994 y 2000, tan masacre de Estado como lo fue Tlatelolco. Los ejecutores materiales fueron apenas instrumentos protegidos. Todo esto puede ser probado en derecho y en justicia.

“La liberación de los asesinos de Acteal y la pretensión de rescribir la historia de la masacre no son un acto de justicia: son la continuación de la guerra por otros medios”, escribió ayer Luis Hernández Navarro en La Jornada, en un lúcido artículo donde demuestra, sin dejar resquicio, cómo esta acción de la guerra sucia contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y las comunidades indígenas chiapanecas había sido anunciada por múltiples denuncias, precisas y documentadas, a lo largo de la segunda mitad de 1997.

Con desbordada y legítima indignación, de esas que salen del fondo del alma y no sólo de la pluma del escritor, José Blanco anotó también en estas páginas las siguientes líneas sobre el indecible fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación:

“No sabemos quiénes son los asesinos; ni los que usaron las armas ni los asesinos intelectuales. Nuevamente la impunidad reina. Se solicitan nuevas investigaciones para dar con los verdaderos asesinos. Acaso el proceso se reinicie alguna vez en algún punto. En tanto, la oligarquía local, la clase política que le sirve, los grupos paramilitares –carne de cañón indígena– continúan reinando como grupos dominantes que son, apoyados por instituciones federales, si la política así lo demanda, y los indígenas continúan su historia de explotación, de miseria, de desprecio, de discriminación y de muerte”.

Bárbara Zamora, abogada litigante, ha mostrado también en La Jornada cómo todos los procesos de instrucción en México están plagados de defectos y fallas procedimentales, que son la puerta abierta adrede para que la libertad o la condena de los procesados –culpables o no, poco importa– sea negociada fuera del ámbito de la justicia, la cual sirve sólo de tapadera. La impartición de justicia no está a cargo de un poder judicial independiente, condición primera de existencia de una república. Ha estado y está en manos del Poder Ejecutivo, federal o estatal. Es una atribución y un acto del príncipe, llámese éste, según sexenios, Díaz Ordaz, Echeverría, Zedillo o Calderón.

Hace una semana, el 10 de agosto pasado, Joan Baucells Lladós, profesor de derecho penal en la Universidad Autónoma de Barcelona, ex magistrado de justicia, y comisionado en una reciente visita a México de la Comisión Civil Internacional de Observación de los Derechos Humanos (CCIODH), escribió también en este periódico que, ante el fallo ya anunciado, sería indispensable entonces reponer la entera instrucción del proceso para encontrar inocentes y culpables. A lo cual agregó:

“Un auténtico estado de derecho no podría soportar que no fueran sancionados los funcionarios públicos responsables de las graves irregularidades que han fundamentado el amparo, no sin antes investigar cuáles fueron las razones que llevaron a estos servidores públicos a hacer „desaparecer evidencias‟, „alterar la escena del crimen‟ o „fabricar testimonios‟. Y, sin embargo, todo el que tenga un mínimo conocimiento del sistema judicial mexicano, intuirá que nada de lo anterior llegará a suceder. A los ojos de la comunidad internacional el amparo de la Suprema Corte pone en evidencia que las esperanzas de justicia en Acteal sólo pueden fundamentarse en el recurso a los instrumentos de justicia internacional”.

Sí. Pero la urgencia del caso y la ilegalidad facciosa en que hoy el Estado mexicano se debate, se fragmenta y nos amenaza, demandan, además de esos instrumentos internacionales, órganos y tribunales de intervención jurídica más ágiles y de peso moral más inmediato y contundente.

Es preciso instaurar para el caso Acteal un tribunal autónomo y excepcional, de indiscutida independencia respecto de cualquier institución establecida y de alta e indiscutible autoridad moral ante la comunidad internacional y nacional.

Así fue el Tribunal Russell que juzgó y condenó los crímenes de guerra de Estados Unidos en Vietnam, del cual formó parte el general Lázaro Cárdenas del Río.
Es necesario un Tribunal Russell para Acteal, para esclarecer los hechos, revisar en su totalidad las actas procesales, precisar las irregularidades procedimentales y sus responsables, ubicar y juzgar tanto a los asesinos materiales como a sus mandantes y dictar una sentencia en derecho y en justicia.

Nadie iría a la cárcel, por supuesto, pues tal tribunal carece de jurisdicción. Pero su competencia para tratar y juzgar el caso Acteal estará basada en una alta autoridad moral y esa autoridad servirá, llegado el caso, para extender una invisible pero efectiva mano protectora para detener o contener futuros crímenes de Estado a los cuales el indigno y escurridizo fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación está otorgando una patente de impunidad.

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